CABEZA PARTIDA 1986

Exposición cabeza Partida, Santiago, 1986
Galería Plástica Nueva


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La Mirada Entrometida

Hubo un tiempo en que Samy Benmayor se parecía mucho a sus cuadros, pero ahora sus obras han desarrollado un pertubardor parecido con él. Interpretaciones heroicas podrían ver en esta evolución una resonante victoria –como desgraciadamente se ven pocas por estos días- de la vida sobre el arte. Sin embargo, es probable que tales impresiones no hagan sino dar cuenta de asuntos más cotidianos y sencillos: depuración del oficio, recomposición de su actitud frente al arte, abandono de modelos programáticos, recuperación del acto de pintar entre las funciones primarias de su carácter, predominio del humor sobre la gravedad y la elocuencia, madurez del sentido trágico y, en fin, liquidación, hasta donde es dable liquidarlos, de múltiples traumas inhibidores no sólo de la conciencia artística sino también de la conciencia afectiva.
Huelga decir que nada de esto ha sido fácil ni gratis. Por de pronto, correpsonde a un proceso que toma ya varios años. En una vida tan corta como la suya, varios años es mucho tiempo. Samy reconoce un momento decisivo de esa evolución fue su exposición de la Galería Sur en 1984. La muestra estuvo lejos de ser una propuesta para la pintura chilena. Posiblemente muchos la entendieron como una suerte de “retrato del artista caliente”. Pero desde luego no había tal propósito sino la necesidad ineludible de ajustar cuentas con la biografía y de trasngredir desdichados santuarios de la sexualidad. Pintura como transgresión personal y pintura como higiene catártica, con un pie en las viejas hijuelas del arte y el otro descaradamente afiramdo en las movedizas arenas de Doctor Freud.
Practicadas las transgresiones, abiertas las heridas por donde escaparon antiguos fantasmas, sangres pestielntes y además mucho dolor, la pintura de Samy superó los empates con su propia conciencia y quedó eximida de las presiones envueltas en toda terapia de clarificación personal. Pero eximida sólo de esas presiones, porque de hecho el espacio ocupado por todas las restantes se amplió hasta el extremo de desbordar literalmente –vía exstensiones más o menos anárquicas- las implacables fronteras que tiene todo cuadro. En más de un sentido, sus recientes trabajos escultóricos son también un intento de romprerle el pescuezo a esa restricción.
Pacificado y todo, el dominio de la pintura de Samy no es el de las almas satisfechas. Sería triste que lo fuera, tratándose de un artista que apenas tiene 30 años, que vive en el Chile de ahora y que posee una buena percepción para dar cuenta, si no de los absurdos y contrariedades de la época, sí por lo menos –y con gran penetración- de los fetiches escenográficos donde esos absurdos y contrariedades se refugian. Aparte de las violencias formales de su obra, materia sobre la cual voces autorizadas tal vez encuentren mucho paño que cortar, varios de los motivos recurrentes en los trabajos de Samy remiten la idea de la intimidad violada, de la mirada entrometida y en este sentido hablar de fetiches puede ser válido. Lo sería desde luego respecto a esa fascinación casi voyeurística de Samy por las ventanas de los edificios que recortan distintas soledades e indecencias, pero también respecto de su debilidad por los anteojos oscuros, por las ampolletas y televisores que nunca nadie apagó, por los ruidos ambientales que se infiltran a sus historias o por esos senos agresivos y turgentes que ningún sostén pudo razonablemente contener. La desacralizada profusión de desechos, aparatos, teléfonos, aviones, enchufes, relojes, cigarrillos y electrodomésticos en sus cuadros hace que hasta el propio demonio deje de ser en ellos el príncipe de las tinieblas que siempre ha sido para convertirse en un pobre y triste granuja.
Si se uniera esta cantidad de infidencias, indiscreciones, devaluaciones y fisgoneos al hecho de que Samy percibió durante buena parte de su infancia y adolescencia la pintura como una actividad familiarmente vedada, quizá se podrían extraer observaciones esclarecedoras.
La obra de Samy es consustancial a una década que ha liberado a la pintura de muchos gravámenes, pero que la ha conducido también a muchas desilusiones. De partida ya nadie duda de su ineficiencia para cambiar el mundo. Pocos, por otra parte, se niegan a reconocer que el arte, además de idea, es también objeto. Esa ineficiencia y esta servidumbre circunscriben la pintura a un horizonte que, con todo lo amplio que pueda ser, describe espacios que son más o menos precisos.
Semejantes fronteras la exponen por cierto a variadas acusaciones por todo lo superflua, inútil y socialmente despereciable que pueda ser, pero al mismo tiempo le confieren una callada grandeza. Tal vez sea la de ampliar los dominios del mundo y la de oponer a éste las evidencias de otros mundos. El artista crea porque no se siente a gusto en las cárceles de su realidad y por lo mismo es siempre un descontento.
En el caso de artistas chilenos como Samy –marginados como lo están de la tiranía de un mercado que por lo demás no existe- semejante disconformidad está acompañada, por la intensidad con que asumen lo suyo, por el peso específico que tienen, por el espacio que son capaces de ocupar en la cabeza de un alfiler de varios de los rasgos que los teólogos medievales atribuían a los ángeles.
Samy Benmayor, dueño de una obra tan transparente como su rostro, lleva probablemente esa filiación agelical mas lejos que nadie. Llega al extremo de solicitarle un texto para el catálodo de su exposición a quien, no pudiendo negárselo, carece de toda otra autoridad para escribirlo que no sea una sólida y leal amistad con él.

por Hector Soto


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